4 de junio de 2012

Un mango entre el cielo y la tierra

     El otro día se acercó a mí una joven que quería confesarse. Comenzó la confesión (Ave María pusísima... sin pecado concebida), me dijo sus pecado (he hecho esto, lo otro...), le doy algunos consejos, le digo la penitencia, le doy la absolución... y ya está.
     Tal y como me estoy marchando, me llama y me dice: padre, ¿le gustan los mangos. Claro que sí, le respondí. Pues tome uno para usted que yo le regalo, me dijo ella.
     Lo cogí, le di la gracias y le expresé mi alegría con una sonrisa de oreja a oreja.
     Aquella confesión no fue muy diferente a cualquier otra, pero el detalle que ella tuvo conmigo sí fue muy diferente a lo que uno vive en otras ocasiones.
     Mi sensación al recibir aquel mango fue la de estar entre el cielo y la tierra. Pensaba que estaba en el cielo porque quizá era el mismo Dios que me entregaba aquel mango diciéndome: "Santi, te lo has ganado, recibe algo que te gusta mucho y recuerda el buen sabor de la vocación que has recibido". Aquella muchacha me estaba entregando un regalo del cielo. Pero también me sentía estar en la tierra recibiendo un mango que aquella muchacha en el fondo quería regalar a Dios porque se sentía agradecida por la misericordia que con ella había tenido.
     Total, que ese mango que recibí, que podría venir del cielo o de la tierra, me estaba recordando el valor de las cosas que tienen que ver con Dios y que quen se acerca a Él no queda defraudado.
     Mangantes, la próxima vez que se confiesen con algún sacerdote, regálenle algo: un mango, una piña, un melocotón... o un abrazo, porque sin duda que ese sacerdote va a sentir lo mismo que yo sentí.

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